Conducir siempre en el límite de la velocidad máxima permitida o diez kilómetros por encima de ésta. Lo cual, aunque ridículo, ya es punible.
Y pensar, al ver al resto de los vehículos surcando el pavimento como si fueran saetas, que tengo algo de tortuga, o de gilipollas.
Y saber, sin lugar a equívoco, que si se apostara un radar o un agente de la ley para vigilar estas conductas, al único que detendrían y multarían, es al que no dobla la velocidad que indican las señales.
Y levantar un poco el pie del acelerador para ponerme dentro del límite.
Y ser abocinado sin contemplaciones, increpado y burlado.
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